AGUAS ABIERTAS

Puesta walshiana y la resonancia flamante de un fallecimiento ilustrísimo, el del Señor del Azúcar, artífice de muertes y oscuridad. En este encuentro con fondo portuario, platense y de dictadura, se habla de pintura y sangrienta historia argentina. Terrible cuentazo de Juan Bautista Duzeide.

AGUAS ABIERTAS. Por Juan Bautista Duizeide

A Julián Axat

Es puntual como los alemanes —lo provoco.

—O como los ingleses —contraataca.

Pero este señor de réplica fácil no tiene apellido alemán ni inglés.

Me desorientan sus belfos, sus orejas de lebrel, sus ojeras. Las fotografías en las revistas lo muestran menos gordo, no tan pelado, sin este color cobre que lo acerca a sus cañeros, a sus sirvientas. Aceptó que sus custodios no subieran al estudio y quedaran de guardia en la planta baja, ¿habrá tomado la precaución de traer escondida algún arma? Apuesto: ¿Una Luger Parabellum, una Colt, una Pietro Beretta?

—He leído sus cosas —me sorprende—. Lo felicito, eh. Sinceramente, lo felicito. Su poesía es muy… Cómo decirlo… —ignoro si vacila, gana tiempo o busca algún efecto—. Muy Maiakovsky, si me permite el atrevimiento, doctor.

Sin preguntar nada, sirvo dos vasos grandes de whisky, agrego dos hielos a cada vaso. Advierto que el señor husmea la etiqueta de la botella. Mac Allan, eh, dice. Me incomodan la sonrisa tenue, tal vez irónica, la voz educada, perturbadoramente juvenil. Le entrego el vaso, lo alza, mira a través de él a contraluz, no sé qué mira, toma un trago, vuelve a sonreír. Me va informando, como al pasar, que desde sus años mozos frecuenta libros de estética, teoría de las artes visuales, crítica, biografías de artistas, tratados de pintura, catálogos. Agrega que nunca ha dejado de peregrinar por los museos más importantes de Europa y los Estados Unidos, y que también explora las galerías y salas más recónditas del planeta. Así deja establecido el terreno en que podemos operar, una supuesta zona común. Para mí es el corazón de la guerra: donde yo querría matarlo, donde él me mataría a la primera ocasión.

Desde el ventanal de este décimo piso puede verse la ciudad mientras empieza a atardecer, alcanzo a distinguir el campus universitario que fue antes un batallón de infantería de marina, la destilería que los benefactores de la República amenazaron bombardear, las luces pálidas que coronan las grúas del Astillero, la Escuela Naval Militar, la base abandonada, las islas y más allá el gran río. Desde aquí sería fácil amar, aunque más no sea momentáneamente, a esta capital presuntuosa, y tan irremediablemente pueblerina, que alguna vez se llamó Eva Perón. No es sin embargo ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. Hace años que no puedo mirar sin espanto la red de calles que envuelve a este edificio, hace años que no puedo mirar con inocencia aquellas aguas.

El señor de apellido francés y réplica fácil busca apropiarse del cuadro que hoy por la mañana cambié de sitio para que esté a sus espaldas. Apenas pudo mirarlo al entrar. Reconocerlo, tal vez, como a un hijo pródigo. Amarlo como a una mujer que parte. Odiarlo como a un fugitivo con demasiada suerte. Es un óleo apaisado en el que predominan los azules y los naranjas con acentos rojos. En la disposición espacial de sus colores hay algo desequilibrado. Algo excesivo o teatral. Tiene casi dos metros por noventa centímetros. Su título, que podría otorgar una pista, no sobrevivió a los remolinos del siglo. Ha querido verse en él un amanecer portuario, un crepúsculo alegórico, un lamento inconsolable.

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