Historia de Carlos Alberto Tavares, defensor de oficio en el Juicio a las Juntas
(…) Prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón… para la insondable divinidad, el ortodoxo y el hereje (el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.
Jorge Luis Borges, Los teólogos.
Me interesa la mirada sobre el defensor de oficio de los represores que se encarga de retratar la película Argentina, 1985; pues se me hace bastante superficial y simplificada. El foco de la película no está puesto en ese papel, sino en el abogado del bien, en el acusador: el fiscal Strassera, representado por Ricardo Darín.
La defensa de los represores es un segundo plano, y al actor Héctor Díaz le tocó hacer el papel de malo. Un abogado de oficio malvado que, como abogado del diablo, simpatiza con sus defendidos, hace trampa, maltrata testigos, arenga y trata de hacerlos zafar de semejante acusación.
Pero en la realidad y no en la película, Carlos Alberto Tavares fue la contracara de Julio Cesar Strassera. Dos funcionarios judiciales. Dos viejos empleados del Poder Judicial enfrentados en el juicio a las juntas. El defensor de oficio y el fiscal. Uno pasará a la historia, al otro se lo tragará la historia.
22 de junio de 1977 Manolo y Laura duermen El timbre suena y las fuerzas hacen los suyo A. L. con sólo 27 días en una habitación contigua El vacío estrago es su llanto los sonidos del secuestro Sellan el pequeño cuerpo de 27 días Suena una sonatina en el piano perfeccionista La imagen doliente que ella captura con su cámara lúcida La soledad de una habitación deshabitada junta el eco de cajas Todavía apiladas susurrantes de fantasmas conservados En una extraña simetría El destino dibuja una parábola Abre un tajo en espacio y tiempo Treinta y cinco años después 22 de junio de 2012 A. L. abandona su cuerpo A la misma hora y en la misma fecha en la que Treinta y cinco años antes 22 de junio de 1977 Manolo y Laura desaparecen
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Nota:
El poema pertenece a mi libro Offshore (2014). Ana Lucía Monteagudo Cédolo Altavista (1977/2012) fue hija de Laura Susana Cédola de Monteagudo y de José Manuel Maonteagudo, ambos desaparecidos en 1977. Ana Lucía, fue criada por la familia materna y vivió en Berisso. Concurrió al Colegio Nacional de La Plata entre 1990 y 1994, años en que la conocí. Iba a la división 1° 1°, y yo a 1° 4°. Nos hicimos amigos en la parada del micro de la línea 214 y 202 que hacía Berisso a La Plata y que tomábamos en la esquina del Colegio en 1 y 48 junto a un grupo entre los que estaban: su gran amiga del alma Maríana Luciana Rezzonico, Daniel Krupa, Andres Szychowski, Evangelina Micluj, Carlos Leveratto, Leandro Irigoyen, Ezequiel Muñoz, y otros. Ana Lucía era una persona de enorme sensibilidad, se destacaba en el piano y practicaba canto. Además, comenzaba sus primeros pasos en la fotografía (la foto que encabeza este post era su perfil de facebook que ya no existe). Nunca llegó a militar en HIJOS, y no creo haber hablado jamás con ella de su historia, ni yo tampoco de la mía. Aun así, ya en la mirada algo nos decía que teníamos mucho en común. Murió de una enfermedad justo el mismo día que fueron secuestrados sus padres, a los 35 años. Hoy recupero esta historia.
Puesta walshiana y la resonancia flamante de un fallecimiento ilustrísimo, el del Señor del Azúcar, artífice de muertes y oscuridad. En este encuentro con fondo portuario, platense y de dictadura, se habla de pintura y sangrienta historia argentina. Terrible cuentazo de Juan Bautista Duzeide.
AGUAS ABIERTAS. Por Juan Bautista Duizeide
A Julián Axat
Es puntual como los alemanes —lo provoco.
—O como los ingleses —contraataca.
Pero este señor de réplica fácil no tiene apellido alemán ni inglés.
Me desorientan sus belfos, sus orejas de lebrel, sus ojeras. Las fotografías en las revistas lo muestran menos gordo, no tan pelado, sin este color cobre que lo acerca a sus cañeros, a sus sirvientas. Aceptó que sus custodios no subieran al estudio y quedaran de guardia en la planta baja, ¿habrá tomado la precaución de traer escondida algún arma? Apuesto: ¿Una Luger Parabellum, una Colt, una Pietro Beretta?
—He leído sus cosas —me sorprende—. Lo felicito, eh. Sinceramente, lo felicito. Su poesía es muy… Cómo decirlo… —ignoro si vacila, gana tiempo o busca algún efecto—. Muy Maiakovsky, si me permite el atrevimiento, doctor.
Sin preguntar nada, sirvo dos vasos grandes de whisky, agrego dos hielos a cada vaso. Advierto que el señor husmea la etiqueta de la botella. Mac Allan, eh, dice. Me incomodan la sonrisa tenue, tal vez irónica, la voz educada, perturbadoramente juvenil. Le entrego el vaso, lo alza, mira a través de él a contraluz, no sé qué mira, toma un trago, vuelve a sonreír. Me va informando, como al pasar, que desde sus años mozos frecuenta libros de estética, teoría de las artes visuales, crítica, biografías de artistas, tratados de pintura, catálogos. Agrega que nunca ha dejado de peregrinar por los museos más importantes de Europa y los Estados Unidos, y que también explora las galerías y salas más recónditas del planeta. Así deja establecido el terreno en que podemos operar, una supuesta zona común. Para mí es el corazón de la guerra: donde yo querría matarlo, donde él me mataría a la primera ocasión.
Desde el ventanal de este décimo piso puede verse la ciudad mientras empieza a atardecer, alcanzo a distinguir el campus universitario que fue antes un batallón de infantería de marina, la destilería que los benefactores de la República amenazaron bombardear, las luces pálidas que coronan las grúas del Astillero, la Escuela Naval Militar, la base abandonada, las islas y más allá el gran río. Desde aquí sería fácil amar, aunque más no sea momentáneamente, a esta capital presuntuosa, y tan irremediablemente pueblerina, que alguna vez se llamó Eva Perón. No es sin embargo ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. Hace años que no puedo mirar sin espanto la red de calles que envuelve a este edificio, hace años que no puedo mirar con inocencia aquellas aguas.
El señor de apellido francés y réplica fácil busca apropiarse del cuadro que hoy por la mañana cambié de sitio para que esté a sus espaldas. Apenas pudo mirarlo al entrar. Reconocerlo, tal vez, como a un hijo pródigo. Amarlo como a una mujer que parte. Odiarlo como a un fugitivo con demasiada suerte. Es un óleo apaisado en el que predominan los azules y los naranjas con acentos rojos. En la disposición espacial de sus colores hay algo desequilibrado. Algo excesivo o teatral. Tiene casi dos metros por noventa centímetros. Su título, que podría otorgar una pista, no sobrevivió a los remolinos del siglo. Ha querido verse en él un amanecer portuario, un crepúsculo alegórico, un lamento inconsolable.